Cada año que uno crece, aparecen nuevos dilemas veraniegos. Este año el protagonista es el traje de baño. Hasta ahora no he me había preocupado ni lo más mínimo sobre este asunto. Año tras año, me enfajaba sin problemas en mis bikinis de cuatro duros, comprados en islas griegas, que después de tanto uso prácticamente ya no tienen gomas de sujeción, pero que milagrosamente se mantienen en su sitio gracias al juego de michelines que tengo.
A la vista de que el bikini se me caía por flojeza gomil, me he tenido que plantear este año, comprar otro traje de baño, y mira por donde, que por primera vez me he planteado que puedo estar mejor en bañador entero, por esto de la edad y de las carnes esparcidas a lo largo y ancho de mi ser.
En principio me he resistido, porque entiendo que si me aprieto de carnes y las escondo, tengo que desarrollar otras armas de seducción masiva que acompañen coherentemente mi nuevo status de butifarra prensada.
Luego me he relajado, porque si bien tendré que vivir confinada en los límites de mis maillots de baño de cuerpo entero, puedo adoptar comportamientos y poses misteriosos y distantes a la vez, que me fascinan y me parecen la mar de peliculeros. Ya que tendré que esconder el cuerpo graciosamente lo acompañaré con attitude a lo Marlene Dietrich o Greta Garbo. Compraré unas gafas de sol a juego.
Lo importante será saber si a los hombres les interesará ese rollo, o seguirán prefiriendo a las jovencitas de 17 con bikinis extra-mini.
O eso, o definitivamente me voy a playas nudistas donde el tema del bañador no tendrá la menor importancia.