One dori of my own ©
Alguien tenía que decirlo, y en mi grupo me ha tocado a mi. Si efectivamente, es llegar a los 40 y en un plis te quitas la faja mental que llevabas desde hacía años, y todo lo que te parecía "cool european way of life" cuando contabas con 39 años y medio, ahora a los 41 te mata del más absoluto aburrimiento. Que puedo decir, esta edad es una montaña rusa genial.
Y en esas estamos mis amigas y yo. Todas en este devenir nihilista de la era post-cupcake. Esta revelación ha sido como la de San Pablo, pero no ha hecho falta caerme del caballo. Solo he tenido que deambular un poco por el barrio de Malasaña, pasar por el escaparate de una de estas tiendas infernales de magdalenas travestidas, apoyar la nariz en la vitrina y comenzar a pensar que no hay nada que me fastidie más, que el hecho de que me intenten disfrazar la realidad cotidiana con estos infantiles moñetes de crema rematados con lluvia de frijolillos de colores.
No señor, no! El día a día no tiene nada que ver con esto. El día a día raspa un montón, es más simple, más de andar por casa y con menos show de "mírame y no me toques".
Por eso, yo me siento más cómoda con el bizcocho de la abuela que hacen en la cafetería de debajo de mi casa. Un bizcocho casero mondo y lirondo sin mucha alharaca, que a veces sale más crudo y otras justo en su punto. Está plagado en su interior de puntillas de cascara de limón que teóricamente sirven para dar un extra de sabor, pero que te hacen achinar los ojos de la acidez si no sabes retirarlas hábilmente con la lengua, cuando te metes un pedazo en la boca.
Vamos, este bizcocho es como la vida misma: como te manejes mal, raspa. Por eso siempre vuelvo a él.
(Para Jaime S. de Carvalho, de quien heredé la mirada atlántica)